Video: las salteñas que fabricaron los pañuelos verdes por el aborto cuentan su verdad

DETRÁS DE LOS PAÑUELOS VERDES | Las historias de las mujeres que los confeccionaron

Son diez mujeres que conforman una cooperativa textil, la que las ayuda a sostener sus hogares y superar problemáticas de género.

14 Abr 2018

Rosana Sarapura camina más de dos kilómetros para llegar a la cooperativa que no solo sustenta su hogar, sino donde prácticamente integra otra familia. Su hija Lucrecia cree que “una motito le vendría bien” para que su mamá se movilice y no camine tanto bajo el sol. Ambas trabajan en De mi Pueblo, la cooperativa textil de Vaqueros formada por mujeres de la localidad, que salieron del anonimato a nivel nacional luego de que se conociera una de sus producciones más grandes: los pañuelos verdes de la campaña por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito.

Lucrecia Tolaba es la más joven. Fue la última en incorporarse al grupo de trabajo de la cooperativa donde antes iba a “chusmear” y a acompañar a su mamá y a las chicas, todas mujeres luchadoras de la vida. Sus historias están cruzadas por distintas batallas a las que supieron darle pelea, y aún lo siguen haciendo. Ligadas al movimiento feminista, con sus acuerdos y desacuerdos –según aclararon, no todas coinciden con la legalización del aborto-, aprendieron a reconocer y afrontar problemáticas de género, y a sostener a las compañeras que atravesaron la violencia y el desconsuelo de ver a sus hijos sumergirse en las adicciones.

En el complejo municipal de Vaqueros, a metros del río que separa el pueblo con la capital salteña, diez mujeres hacen De mi Pueblo una cooperativa textil que ofrece mucho más que trabajo e indumentaria. Allí construyeron la marca 'De mi pue' y una forma de vida basada en la economía social y el compañerismo. Fernanda Marza preside esta cooperativa y abrió las puertas del lugar de producción a LA GACETA para que cada una de las mujeres comparta su historia.


“Yo era empelada doméstica antes. La mayoría eran empleadas domésticas, algunas trabajaban con el tabaco o cortaban el pasto con el marido. Éramos sirvientas y pasamos a tener nuestro negocio, pasamos a tomar la decisión. Esos cambios fueron fuertes”, dice Fernanda, quien además cuenta que De mi Pueblo surgió “a consecuencia de un asentamiento en el 2012”, de una necesidad habitacional.

Hace seis años, más de un centenar de vecinos salieron a reclamar por viviendas. “La población empezó a crecer y el vaquereño vivía hacinado en la casa de la mamá, y así empezaron a surgir problemas de violencia”, explica. En agosto de aquel año, los vecinos decidieron tomar un terreno que el municipio dio en comodato a un club deportivo, en protesta a la falta de respuesta.

“Nos llamaron okupas en ese momento”, recuerda. Y asegura que luego de esos cinco días de reclamos, de dormir en la intemperie rodeados por la Infantería, consiguieron que autoridades del Estado los recibieran y consideraran su pedido. “No queríamos que nos regalen la tierra, queríamos pagarlas, eso nos dignificaba como vecinos”, sostiene.

Sin embargo, otra realidad los puso en otra presión. “Nos dimos cuenta en el relevamiento económico que hicimos, que queríamos pagar pero no teníamos. Era pagar los terrenos o comer. Esa realidad nos hizo abrir los ojos”, detalla. Ahí es cuando este grupo de vecinos se preguntó qué más podían hacer para pagar el terreno que necesitaban.

“Nos organismos, buscamos un común denominador para hacer algo y vimos que teníamos buena mano de obra para la albañearía, éramos artesanos y algunas éramos costureras. Entonces se armaron dos cooperativas de construcción, una marroquinería y nosotras”, relata Fernanda.

Así surgió De mi Pueblo, de la necesidad de habitar las tierras de su pueblo.

Mientras Fernanda relata la historia de la cooperativa, el repiqueteo de las máquinas de coser hace eco en la sala de producción, dándole otro trasfondo a la música que Lucrecia suele programar. “Deejay (DJ) me dicen”, cuenta la más joven del grupo. A veces su música es una excusa para levantarse de la silla y dar algún paso de baile.

“Rosa” es una de ellas. Hace palmas, contagia su amplia sonrisa y sus ganas de bailar, aunque sea por un minuto para luego seguir la rutina. Su nombre completo es Nilda Rosario Cuevas, nació en Jujuy, tiene 50 años y recién este año conoció el carnaval jujeño, según resalta. A simple vista, ella es entusiasta y alegre. Pero luego de algunos minutos de relatar su historia, las lágrimas inundan su rostro cuando recuerda los episodios más dolorosos que pasó.

Devenida en una depresión que la consumió hace un par de años, Rosa logró levantarse y reconstruirse siendo dueña de su negocio, siendo parte de De mi Pueblo. “Desde el año pasado hasta ahora, fue un vuelco cien por cien”, dice esta mamá de seis chicos y abuela de cuatro niños.

“Acá aprendí a sobrellevar muchas cosas. Ya no tomo la cantidad de pastillas que antes”, advierte. Es que, tiempo antes de ingresar a la cooperativa, Rosa entró en un cuadro depresivo que la encerró en sí misma y por la que fue medicada. “La depresión me vino abajo. El nacimiento de mi nieto, la separación, los problemas personales, todo sumó y sumó, hasta que no di más”, dice.

Luciano, uno de sus nietos, tuvo que luchar por su vida desde el primer momento que llegó. “Nació con los intestinos afuera. Ahí exploté. Estuvo dos años remándola”, cuenta. El pequeño estuvo en estado vegetativo, mientras su papá se volcaba a las adicciones. “Mi hijo se metió en la droga, no le interesaba nada porque mi nieto en cualquier momento se iba”, recuerda Rosa, quien además logró salvar al joven cuando intentó quitarse la vida. Entre el dolor y la bronca, también logró convencerlo para que asista a un centro de rehabilitación.

Afortunadamente su nieto superó todas las embestidas que tuvo en sus tres primeros añitos. “Es un guerrero total”, asegura. Pero no fue el único que dio batalla a la vida. Cuenta que además tiene otra nieta que nació con encefalocele maligno que le causó un retraso madurativo y sordera. Lamenta no poder verla seguido por roces entre los padres. “Son tantas las causas que me trajo para abajo”, solloza.

Rosa dice que el dolor que sufrió por sus nietos fue más duro que la separación de su primer marido, un hombre violento que la golpeaba e intentó apuñalarla. “Las mujeres aguantamos tanto... Pero mis nietos no. Ese dolor es muy fuerte”, suspira, mientras estira el ruche que aprendió hacer ese día, en la cooperativa que la “salvó” y la contiene.

Galería de fotos: mirá cómo trabajan las mujeres de la cooperativa

Un par de metros más adelante, está Marina Rodríguez, sentada frente a la máquina de coser. Ella tiene 24 años y sueña tener su propia marca de indumentaria en un futuro. Para ello estudia en un terciario. Como la mayoría de las mujeres De mi Pueblo, después de sus horas trabajo, siguen formándose en este rubro que les cambió la vida: el diseño, la costura, el bordado y la economía social.

Marina vive en La Caldera y para llegar a la cooperativa tiene entre 30 y 45 minutos en colectivo. Con voz suave y jovial a la vez, dice sentirse feminista. Cree que se sumó al movimiento desde el momento en que salió a marchar por las calles de Salta para pedir justicia por la desaparición de su hermana Noelia.

“Tengo una hermanita desaparecida hace tres años y medio, tenía 22 cuando se fue”, recuerda entre lágrimas. Ella y su familia saben quiénes son los responsables de esta desaparición. Pero de Noelia no tienen rastros. “Ellos están cumpliendo condena; el anteaño pasado se hizo el juicio, pero hay que esperar que hablen”, explica. Si bien dice que la resolución de juicio les fue satisfactoria, considera que saber dónde está Noelia les “devolvería la tranquilidad”. “Sería importante encontrar el cuerpo y poder darle el sepulcro como se merece”, señala la joven.

De pronto, Rosana ingresa a la sala de producción. Ella, como Fernanda, está desde que se formó la cooperativa. Es la tesorera de De mi Pueblo.  “Yo era ama de casa y después fui empleada doméstica; pero no quiero volver a trabajar como empelada doméstica. Me quedo acá”, resalta Rosana, quien lleva los números y los papeles de la empresa, la misma mujer que tendría que tener “una motito” para movilizarse, según su hija.

Rosana se siente orgullosa de lo que construyeron. Para ella la cooperativa es parte de su familia. “Para mí fue un cambio total”, reconoce. A veces llega a trabajar más horas de las habituales, pero dice que “siendo dueñas del negocio” la satisfacción es insuperable.

En relación a los pañuelos verdes que fabricaron y las hicieron conocidas a través de medios nacionales, aclara que en el grupo se planteó los mismos desacuerdos que en la sociedad se observa acerca del aborto. Pero, más allá de las posturas individuales, como grupo no dudaron que el trabajo valía y merecía hacerse. “Hay clientes que creen que nosotras vendemos los pañuelos; y en realidad fue una producción grande que hicimos. Para nosotros fue muy redituable”, cuenta.

Fernanda explica que esta producción fue propuesta por el Foro de Mujeres por la Igualdad de Oportunidades, a través de una sus representante, la abogada Mónica Menini. “Como organización nos articulamos con muchas otras organizaciones”, dice y recuerda que alguna vez fue convocada por el Foro para compartir su experiencia sobre violencia de género.

“Ellas nos contaron que estaban con una idea, nos mostraron la tela y el pañuelo, y nos preguntaron si nos animábamos”. Y se animaron.

“En ese contexto (feminista) nosotras nos sentíamos muy cómodas, porque acá hay muchas compañeras que han sufrido la violencia económica, psicológica y la violencia de género”, cuenta Fernanda

En el 2015 les pidieron realizar 3000 pañuelos. Al siguiente año fue un poco más y en el 2017 la producción fue de 25.000 pañuelos. “El año pasado fue lo que nos sostuvo económicamente, gracias a este trabajo que hicimos”.

Pero en medio de la producción encontraron algunos obstáculos. “Costó bastante conseguir la tela. Cuando la pedimos, nos la mandaron de otro color y tuvimos que gastar de nuestro poco capital para volver a comprar”. Superada esta traba, debieron enfrentar otra: quien les pudiera imprimir en los pañuelos la leyenda "educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir". 

Para sorpresa de estas mujeres, hubo personas que rechazaron este trabajo argumentando: “nosotros no vamos a ser cómplice de eso’, nos dijo uno que le pedimos que nos imprima; ‘no vamos a ser cómplices de matar a nadie’, nos dijeron”.

“Pero bueno –continúa el relato Fernanda-, no teníamos mucho tiempo para discutir y seguimos buscando. Hasta que dimos con alguien que no tuvo problema, un hombre que dijo que no tenía tanto lugar, pero tenía ganas de trabajar. Don José se encargó de hacer la impresión de todos los pañuelos".

"Así fue la historia”, concluye.

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