Por Mario Flores (*)
Aunque pueda sonar estereotípico – un lugar común – Salta es tierra de poetas. La narrativa se posiciona en segundo lugar: los libros publicados se clasifican con mayor producción en el terreno del verso (poemarios, fanzines, ebooks independientes, publicaciones autogestionadas, antologías) que en el de los relatos o novelas (que aparecen esporádicamente). La razón no es que no existan narradoras, narradores, con sus respectivas novelas. Sino que es más barato y más sencillo publicar poesía: por cuestiones de extensión, papel, insumos, y algo que viene siendo la etapa incólume del proceso: la diagramación con su correspondiente corrección, y edición. Se ha dicho que en Argentina “la poesía no vende” o que “la poesía es un género menor”. En el norte del país esto parece ser exactamente lo contrario: las lecturas, presentaciones, disertaciones, talleres, muestras, ediciones, son en su mayoría de poesía. Los libros de narrativa, y en especial las novelas, parecieran estar un poco relegados en esa estadística de lectura.
Largo aliento. “Entre clavos y martillos”, la novela histórica y especulativa firmada por el pseudónimo Yllapu Pachakuti y editada en 2018 por Kala Ediciones (de Cafayate) es una novela de largo aliento. Escrita en un solo monólogo (no tiene divisiones, ni capítulos ni cortes de texto, más que los puntos y aparte de sus casi 250 páginas) narra la mágica decadencia de un mundo en constante construcción que nunca deja saber si es el mundo real o una configuración más del delirio. Kala Ediciones ya había apostado en 2017 a publicar novelas largas (“Un buen lugar” de Francisco Javier Vidigh) lo cual es un punto importante: apostar a voces que narran bajo una estructura de extensión imprecisa, de tamaño coyuntural, es una tarea que requiere paciencia emocional y monetaria además de dedicación.
¿Y ese pseudónimo? La voz que narra la historia no es una voz infantil, pero sí mantiene el asombro y la naturalidad cuando le toca hablar de los condimentos fantásticos que nutren su recorrido vivencial: no, no es una autobiografía. Pero el crecimiento de esa voz es lo que establece el punto inicial de todo libro: en la página de legales, los datos de catalogación dicen “Novela histórica. Realismo mágico”. Es que en medio del paisajismo bucólico de un tiempo muerto, narrado con grandilocuencia de observador (la fuerza exacerbada de la imagen arcaica, al fin y al cabo es una novela que transcurre – y es escrita – en el NOA), lo que nos cuenta la historia no pasa tan solo por la información cronológica y el contexto en el cual afincarse, sino por todo lo que nos mueve de allí.
Dos combatientes del E.R.P. se ocultan en el monte e ingresan a un pueblo espejo, un pueblo sueño, un pueblo pasado: las radios anuncian la muerte de Evita todas las mañanas, las sirenas de los ingenios azucareros continúan exhalando sus pitidos llamando a la jornada laboral, el verde sigue siendo verde. Una especie de pueblo fantasma donde todo lo bueno de antes sigue respirando (como en el cuento La tercera expedición de Crónicas Marcianas o en el más reciente Los caminos internos de Luciano Lamberti, parte del libro “La casa de los eucaliptus”) pero también es el veneno en los dientes de la trampa.
Mario Flores presenta Un silencioso modo de arder
La novela está llena de trampas: comienza en San Salvador de Jujuy, con una intrincada genealogía familiar (algo redundante en las novelas de realismo mágico), para pasar a los cerros de Tucumán en medio de la guerrilla (el autor se preocupa de consignar fechas, direcciones, nombres de dictadores y vastos rellenos de historia argentina del s. XX, como para no perder el hilo de lo mundano), después pasa por el pueblo fantasma donde un personaje puede quedarse pero el otro no, porque “no pertenece allí” ya que continúa con vida. Un niño santo que llevan en andas; la fiebre de los espejos (que convierte en caucásicos angloparlantes a quien se ve reflejado en un cristal); un cadáver que se mantiene impoluto hasta que llegue a su tierra natal; el calor filoso de los cañaverales. La novela transcurre en un 80% en exteriores: mucho cerro, mucho espacio verde, mucho aire fresco, mucha guerra, sangre, tiros, circos ambulantes, viajes. Una narración, entendida como un desplazamiento del montaje de acuerdo al tiempo (narrar es poner el tiempo en movimiento) bien puede ser un viaje. “Entre clavos y martillos” nos permite acompañar ese viaje: el del narrador, que nos cuenta cómo vino al mundo, qué mundo era ese y cómo se hermana con la realidad que habita el libro (“El miedo no existía, y para no perder la costumbre, inventábamos seres extraordinarios que llenaban el vacío y el temor también tenía lugar en nuestras vidas”), y también es el viaje de la novela: todos los personajes se encuentran en constante viaje, recorren provincias, coquetean con la muerte y la fantasía del futuro. El golpe de estado del ’76 y la guerra de Malvinas sirven de trasfondo para una novela que presume cuerpo y contenido, pero son pequeñas anécdotas cronológicas a comparación de los relatos internos de los personajes: Arturo, que viene a ser el padre de la voz que narra, no termina de salir de un sucedáneo para hundir los pies en otro: amanece con una cabeza de burro cercenada a su lado en medio del monte, lo confunden con un militar extraviado y le rinden honores (seguido del cepo, por desertar), la fundación mítica de San Salvador de Jujuy (o Urine City) como fruto del desparpajo onírico de un explorador conocido. Y uno de los pasajes más envolventes: un grupo de niños se adentra en los enredos filosos de un cañaveral para robar caña de azúcar.
“El silencio se rompió con los ladridos de los perros. Ahora lo escuchamos todos. Eran los perros del Chacarero que nos habían olido y nos ubicaron. Salimos en desbandada como pudimos y al salir del cañaveral nos encontramos frente a frente con el Chacarero.
¡Pendejos de mierda! – dijo.Tenía los ojos fieros de gavilán y los dientes amarillos como los de un leopardo escondido en las penumbras. Poronguito quiso pasar corriendo por su lado y recibió un chicotazo en la espalda lo que hizo que se revolcara en el suelo de dolor y se le aflojara el esfínter. El aire se llenó de un olor penetrante a cagada. En ese tiempo yo era el más veloz y confié en que podía pasar también corriendo a su lado y poder escapar. Me equivoqué. El Chacarero había hecho pie en tierra y me esperaba con el látigo en la mano. Puse pie en polvorosa y pasé corriendo como un rayo por su lado, lo siguiente que sentí fue una aprensión muy fuerte en la rodilla izquierda, el látigo del Chacarero se había enredado en mi coyuntura como una lampalagua que estrangulaba a su presa, luego sentí que tiró con todas sus fuerzas y con el envión me sacó trozos de piel y carne. Hasta el día de hoy llevo la marca de la cicatriz de esa aventura en la piel de mi rodilla.”
PD: ojo de editor. No hay que ser condescendientes con el trabajo de edición (muchas reseñas o críticas olvidan estos aspectos), en un país tan volátil donde las editoriales independientes batallan contra los precios y la constante amenaza de cerrar actividades. Publicar narrativa de largo aliento para un mercado tan centralizado como el de Salta es una tarea riesgosa. “Entre clavos y martillos” es una buena lectura para fanáticos de las novelas de viaje, de aventuras intercaladas (llega a ser abrupta la mescolanza de voces y sucesos narrados sin diferencia de tonalidad en la compaginación), de historia argentina narrada con soltura literaria. Pero el título, una novela entre herramientas de taller, bien puede ser una constante de un trabajo que falta pulir: los errores ortográficos, de semántica y redundancias en oraciones no son infrecuentes en una novela de 250 páginas. Valla en lugar de ‘vaya’ es uno de los más graciosos: en mi ejemplar he marcado de dos a cuatro errores por carilla, cada dos páginas. Son errores de tipeo que se solucionan con las sucesivas lecturas que se hace de una obra (cuando no es tarea del corrector, que a veces es el editor mismo, cuando no el propio autor, en esta modalidad de trabajo independiente) y que más tarde dejan a la novela como un aparato al que le falta ajustar esos clavos: nombres cambiados que enredan los eventos de los personajes, falta de conectores y pronombres, errores de puntuación. Alguien debe avisarle al autor que revise el archivo madre.
Kala Ediciones, que cuenta en su catálogo con títulos infantiles, libros de mandalas, novelas gráficas y cuentos de terror para niños (el genial “Libro del cuco” de Gastón Almada), empieza a dar un mayor protagonismo a este tipo de historias: largas de extensión pero también de largo alcance, donde lo local juega a ser terreno de sátira, donde la historia pasa a ser cruce de oralidad con ficción. No es esta una novela de invenciones: el pueblo como terreno mágico o inconstante de acuerdo a lo racional, pues todos los personajes conviven y son fruto de los avatares que su locura les asigna. Más bien, es la narración long play de un noroeste convulsivo en el lapso más decadente de su historia, desde el fin del peronismo hasta la post guerra. Después queda la pregunta final: el narrador atraviesa un espejo (esos que Borges decía que eran abominables) y encuentra ese otro mundo, el de Urine City, donde San Pedro, San Salvador y Tucumán son apenas delirios de fiebre. Todo vuelve al punto cero.
(*) Poeta, autor de la novela Hikaru.