Por Jorge Fernández Díaz.-
Estuve sentado media hora en el stand de la editorial esperando en vano que llegaran lectores para la firma de ejemplares. Y comprendí entonces que no se trataba únicamente de la mordaza que Bernardo había tejido con tanto éxito, sino de algo más profundo: la inmensa mayoría lo detestaba y no quería saber nada de él, ni a favor ni en contra, y le disgustaba sobre todo portar un libro que llevara su cara.
Este punto enseña mucho acerca de la tensión y las divergencias que existen entre rating, fama y prestigio, y también nos habla de cómo el rey de la comunicación política, el gurú del neoliberalismo, no era reconocido en ese momento ni siquiera como un ser malvado: el desprecio suele ser mucho más cruel que el odio.
Por otra parte, a mí no me había interesado nunca escribir para destruirlo, y eso decepciona siempre a quienes creen que la vida es una lucha sin grises ni matices entre negro y blanco, entre ángeles y demonios.
El propio Mariano Grondona, interrogado en el filo de la medianoche por Mario Pergolini, se había sentido decepcionado con mi obra, puesto que esperaba información más caudalosa sobre el dinero que su excompañero había cobrado para impulsar tal o cual idea.
El lobby mediático, como se ha dicho, no es fácil de demostrar. Ni si quiera tan “fácil” como una coima, puesto que muchas veces viene revestido como una publicidad facturada. Curiosamente, las principales y más dañinas campañas de Neustadt (la que acabó, por ejemplo, con el ferrocarril en la Argentina), eran ocurrencias ideológicas y a lo sumo buscaban agradar al establishment, que seguía premiando con pauta ese camino. Es evidente que Neustadt se hizo rico con esa promiscua aunque naturalizada relación de décadas, pero lo hizo mientras garantizaba una audiencia masiva. Cuando su público menguó, muchísimos anunciantes también le dieron la espalda.
Con todo, lo más relevante para mí, como escritor, era simplemente contar la vida compleja de un hombre poderoso, una especie de Ciudadano Kane de la era de la telepolítica, que había reinventado su pasado, que escondía un drama existencial y cuya trayectoria se entrelazaba con los grandes acontecimientos del siglo XX.
Veinticinco años después, a mis editores esta obra maldita y silenciada les parece una novela sin ficción, por su montaje literario y su vocación narrativa, y también una crónica de la trastienda del poder. Más un libro de historia política, que una mera investigación periodística sobre el periodismo.
Al releerlo comprendí su posible vigencia, los ecos que trae al presente para iluminarlo, y a la vez cómo ya es imposible corregir esas páginas, puesto que aquellos hechos siguen inalterables, pero mi mirada sobre la vida, la política y la profesión es hoy distinta a cuando tenía treinta y tres años.
Elegí no modificar ese punto de vista, porque no quería traicionar al narrador y porque también es un testimonio de época. Tantas cosas cambiaron desde entonces. Y resulta un poco impresionante comprobar que muchos colegas que criticaban en aquel momento a Bernardo Neustadt leyeron mi libro como un manual del éxito, y le copiaron lo bueno y lo malo que había inventado: las newsletters, las charlas para anunciantes, las productoras todo terreno, los monólogos a cámara, la simplificación de las ideas complejas, la espectacularización de la opinión, los trucos televisivos y radiales, y en algunos casos, también la táctica demagógica de apoyar en el apogeo y castigar en el ocaso, la vocería constante de los hombres de negocios y hasta la forma rastrera de sus chivos.
A pesar de tanta imitación, y tantas apetencias egoístas y consecuencias tóxicas que el padre del periodismo moderno demostró a lo largo de su carrera, lo cierto es que no muchos de sus “herederos” han tenido la misma pasión por la Argentina que Bernardo demostraba.
* Planeta.