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Crítica de la película Delfín

“En Delfín siempre estamos al amparo de la secuencia siguiente, esperando algún giro que resuelva la tensión”, dice la autora de esta nota.
26 Ago 2019
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(*) May Rivainera.

Crecí en una familia tipo, papá, mamá, hermano, una casa propia. ¿Problemas cotidianos? Supongo que había pero a mis viejos no les faltaba trabajo en blanco, ni nos faltó qué comer todos los días. La escuela quedaba a diez minutos de casa si iba caminando. Podía ir caminando. Cuando volvía deseaba que el día fuese más largo para seguir jugando. 

De alguna manera aprehendí que tener una profesión me aseguraba un futuro estable. Mi vieja relataba el cuento que el abuelo les contaba, estudiás, trabajás y con lo que sobre del sueldo te das los gustos para los que hoy no alcanza (aunque siempre hacían que alcance). Sospecho que la generación de los noventa crecimos con éste discurso porque como mis viejos, los de su generación también tuvieron hijos, hijas, hijes y a algunos se nos cumplió la oportunidad de movilidad social. Delfín es una película hecha por alguien que habrá agarrado de esa educación en el progreso, el último vagón; esto sería, años 1970-1980. Es decir, es alguien que puede poner en cuestión la doctrina progresista, ojalá viviéramos en un país donde no fuese necesario. 

El protagonista de la película es el nombre de un niño, la infancia de hoy pero también la de alguno de mis compañeros en la escuela pública. La diferencia tal vez consiste en que en algún momento entendí que no había ascendido de clase sino que, desde el principio, nací en cuna de oportunidades. Delfín no, él es mi compañero que llegaba en bici a clases y no prestaba atención. Era el que se dormía. La trama se sostiene en algo que puede referirse como poética, en el sentido en que entendemos el mundo que la peli enseña porque los escenarios lo muestran con destreza tal, que se permite prescindir de diálogos que lo expliquen explícitamente.  Ni si quiera los personajes se percatan de la situación que habitan, el director entabla un diálogo directo entre el público y el tema que procura retratar.  

Aquí el extranjero, a quien un día le espetamos ¡volvé a tu país!, es amigo cuando estamos solos. Abismalmente, en Delfín siempre estamos al amparo de la secuencia siguiente, esperando algún giro que resuelva la tensión, y en ello similar a la realidad cuando más cruda. Es como si la ausencia de héroes y de aciertos del destino nos mirara a la cara y viendo en la pantalla la vida tal como ella es, sin romantización y sin autocompasión, alguna especie de alivio nos consolara. Me gusta cuando la ficción muestra el lado doloroso sin mártires en sufrimiento estoico. 

El momento en que vamos a saber algo de Delfín es el mismo que el del fracaso, el director introduce un quiebre donde al momento en que el antihéroe se encuentra con la posibilidad de decidir su destino, esto sucede en la soledad casi onírica de un cuento fantástico. Segundo en el que se transforma en el animal más inteligente de la tierra y arrojándose al agua, con intención de escapar de la muerte peor a una menos feroz, encuentra la libertad. ¿Sabes cuál es la casa de un delfín? Todo el mar. Aquí la cumbre, Delfín entiende cómo es o qué destino le ofrece su nombre.

Sobre el final, nada de cierre de conflictos. La tensión sigue en pie y tan vigente como durante los 92 minutos del drama. Si tienen ganas de llorar, reír, acordarse de la primera vez que se enamoraron, recordar el mundo que nos rodea, empatizar con el compañero de al lado por el simple hecho que no sabemos a qué vida vuelve cuando va a su casa… No se la pierdan, cine argentino.

Dirección y guion: Gaspar Scheuer;

Producción: Juan Pablo Miller;

Tarea Fina (productora). 

(*) Escritora.

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