Al momento de escribir estas líneas, estoy en un café en el centro de Osaka, y sé que puedo levantarme sin necesidad de guardar el celular en el bolsillo ni pedirle a alguien que esté sentado cerca que me vigile la notebook y la mochila mientras voy al baño. Difícilmente sorprenda a alguien diciendo que Japón es uno de los países más seguros del mundo, pero la fría estadística según la cual el promedio de crímenes es extremadamente bajo y desciende año a año se queda a mitad de camino ante la contundencia de ciertos ejemplos concretos de esa paz social. Uno siente que puede ir contando dólares por la calle sin temor a sentir un caño en el abdomen.
Volver del lejano Estadio Ajinomoto después del partido inaugural, cerca de la medianoche caminando por callejones desiertos y oscuros en uno de los suburbios de Tokio sin sentirse “paloma” ni experimentar ese reflejo de aferrarse al celular o ponerse en estado de alerta cada vez que se escucha acercarse una moto resulta tan tranquilizante como extraño al principio. En eso también tiene que ver que casi no hay motos; las pocas que se ven son de alta cilindrada y andan por las avenidas, no por los barrios. Si hay un peligro, es que te lleve puesto una bicicleta, que andan por las veredas como si nada y no precisamente despacio.
El edificio donde me estoy hospedando en Osaka no tiene portero y la puerta esta abierta las 24 horas. Cualquiera podría entrar, pero nadie lo hace. Y el código de cuatro cifras con el que se abre la puerta de mi departamento ya resulta innecesario de tan obvio: es 1234. O sea, el primero que intentaría cualquiera. Así y todo, sé que nadie va a entrar a sacarme nada, certeza que en Tucumán no tendría ni con candado, pasador y alarma.
Un periodista tucumano al que se le rompió la valija entró a una tienda en una galería de Dotonbori, la zona más comercial de Osaka, para hacerse de una nueva. Preguntó por las que había visto en la entrada del local, pero le respondieron que ellos no vendían valijas, que las que aparecían ahí eran las que dejaban los turistas mientras hacían sus compras adentro.
No he tenido aún oportunidad de comprobarlo, pero muchos testimonios aseguran que quien olvide algo en un lugar, lo encontrará tal como lo dejó cuando vuelva por él. Sea un celular, una billetera o lo que sea. Sucede que en Japón, uno de los preceptos básicos que se enseña a los niños en las escuelas es :“Si no es tuyo, es de alguien”. Por eso, la gente no se apropia de lo ajeno ni aunque parezca no tener dueño o haber sido olvidado o abandonado. La expresión “vergüenza es robar” cobra particular vigencia en Japón, donde el robo y el hurto son muy mal vistos. De hecho, en las calles apenas se ven policías uniformados, cuya función parece más la de orientar al que no sabe dónde está o para dónde tiene que ir que la de patrullar las calles.
De todos modos, la explicación de por qué Japón es tan seguro va más allá de una cuestión cultural. Las autoridades han tomado medidas al respecto: existe una política de tolerancia cero a la tenencia de armas de fuego (en 2017 hubo sólo 22 delitos con armas en todo el país), y las penas son muy severas, al igual que la condena de una sociedad para la que el honor es algo muy importante. Además, existe un sistema de policía comunitaria (lo que para nosotros sería “el policía del barrio”) y en los establecimientos educativos se trata de estimular la buena relación entre los jóvenes y la policía a través de distintas actividades conjuntas, de índole social o incluso deportiva. Dicho de otra manera, Japón no combate el crimen con armas, sino que lo previene desde la raíz mediante la educación.