Por José Claudio Escribano
Al fundar LA NACION, Mitre tenía 48 años. Había entregado a Sarmiento la presidencia de la Nación después de haber acometido, entre 1862 y 1868, la tarea de consolidar institucionalmente el país. Contratiempos económicos demoraron por meses la aparición del diario. Trece años antes Mitre había publicado la primera versión de la Historia de Belgrano y de la independencia argentina. Fue periodista desde los 17 años. Comenzó a escribir en las páginas de El Iniciador, en Montevideo. Haría oír su credo más tarde en El Nacional y La Nueva Era, de esa ciudad; en El Pacificador, de Corrientes; en El Progreso, de Santiago de Chile; en El Comercio, de Valparaíso; en El Nacional, El Soldado de la Ley y Los Debates, de Buenos Aires.
Mitre acababa de cerrar la Nación Argentina, órgano de combate político cuya conducción había confiado a José María Gutiérrez, amigo entrañable. Resolvió sustituirla por este otro diario, hoy sesquicentenario, al que concibió como tribuna de doctrina. Estaría destinado a propagar el ideario liberal que soñaba para el país.
Aspiraba a sustraer a la población de la primaria condición de pueblo a fin de enaltecerla como conjunto ciudadano. Se empeñaba en acendrar entre los pobladores del inmenso territorio nacional el sentido cabal de sus derechos, y, por igual, el de los deberes que les corresponden como integrantes de una nación jurídicamente organizada. Apoyo a la independencia entre los poderes de gobierno y a que se acate el monopolio de la fuerza en manos del Estado. En el nombre de LA NACION, Mitre resumió la idea matriz de su proyecto periodístico.
Como diría el general Agustín P. Justo, o como Mariano de Vedia y Mitre habría hecho decir a Justo en el estudio preliminar a las Obras Completas de Mitre, publicadas por el Congreso de la Nación, Mitre sostuvo, contra la mayoría de los hombres de su tiempo, que la Nación era anterior a las provincias. Que sobre la base de la preexistencia de la nacionalidad debía configurarse la organización federal del país.
Mitre se remitía al acta de la fundación argentina, firmada en Tucumán el 9 de julio de 1816 por las Provincias Unidas reunidas en congreso. Casi doscientos años después, un gobierno mezquinó la magnitud histórica de aquel Congreso de Tucumán -el congreso de los abogados y los prelados, según acomplejada interpretación- al declarar 2015 como año del bicentenario de la “primera” declaración de la independencia. Se prestó la Cámara de Diputados de la Nación a la tergiversación histórica, pero no prosperó en el Senado la iniciativa que hubiera legitimado por ley la mera aserción de Artigas a Pueyrredón -cuando este le comunicó, como Director Supremo, que constituíamos desde el 9 de julio un Estado independiente- de que eso ya lo habían resuelto él y otros caudillos del Litoral el año anterior, en Arroyo de la China, hoy Concepción del Uruguay.
No siempre LA NACION alumbró editoriales de claridad meridiana. En algunas de las horas sombrías la destreza más virtuosa de un redactor se ventilaba en la habilidad de mitigar peligros, contrabandeando conceptos por el delgado y elusivo desfiladero de las entrelíneas. En sentido estricto, para la técnica tipográfica las entrelíneas no son sino espacios en blanco. Ha sido la historia de este diario, como se comprenderá, obra de hombres y, por lo tanto, de seres imperfectos.
Como tales tropezaron, por tal o cual motivo, con la complejidad de querellas de resolución inextricable en disciplinas que en un medio exigente orbitan por todos los meridianos del conocimiento humano. Sea unas veces por el inesperado infortunio, como el de anticipar la necrología de buenas gentes que gozaban todavía de razonable salud: traición de certezas sobre lo que se creía saber del oficio, hasta que los errores cometidos en el fragor cotidiano se repararon a conciencia de las responsabilidades en juego. Sea otras veces porque los editores vacilaron, acaso para no vacilar después, cuando debieron resolver con urgencia esta o aquella angustia instalada en las conciencias cívicas. Sea, por fin, porque generaciones de periodistas se atormentaron, desvalidos de antecedentes de manual, ante cambios disruptivos, tal cual se dice ahora, impuestos por el incesante y abrasivo progreso, hasta que todo volvió al trajín normalizado de acuerdo con la afortunada regla de oro que termina rigiendo en la eterna porfía entre el hombre y la técnica.
En los albores de LA NACION palomas mensajeras acarreaban mensajes destinados a la agencia francesa Havas, a la que estuvo suscripto el diario, con las noticias últimas del frente en la guerra franco-germana de 1870. Desde entonces LA NACION ha sido actora de los principales procesos de innovación periodística, en papel y en las más diversas plataformas digitales, y de permanente renovación en las comunicaciones.
Estas se han potenciado en las últimas décadas, como es harto notorio, con la interconexión digital de todos con todos. En un mundo más democrático, el mayor en ese sentido en la historia de la humanidad, donde miles de millones de hombres y mujeres, casi sin limitación de edades, apelan a todas horas a las plataformas de comunicación masiva, para informar e interpretar a su antojo lo que les parece.
Según un cliché infaltable en foros empresariales, esa es la buena noticia; la mala noticia, según un relevamiento calificado, hecho en la Universidad de Stanford, es que ocho de cada diez adolescentes confía a ciegas en lo que se dice y escribe por las redes sociales. No tienen capacidad para sopesar la falsedad o verosimilitud de las noticias.
Sabíamos que en el submundo cacofónico y lunático de las redes colapsaba la prestancia del lenguaje público y privado, pero no estábamos alerta sobre las extremas implicancias de aquel otro fenómeno. Se comprende la alarma, estando de tal manera en riesgo el futuro, la preocupación que hay en la Unesco y en otras organizaciones intergubernamentales por disponer de pautas que guíen a las nuevas generaciones a distinguir bajo qué condiciones pueden depositar la confianza en asuntos de información pública y abordar el mundo del conocimiento que los hará libres.
En el mejor de los casos, Gutenberg podría decir que la Biblia ha vuelto a circular de mano en mano, como él lo había logrado por vez primera a mediados del siglo XV con la impresión por tipos móviles, que aún perduraba en las primeras décadas de LA NACION. Pero todo es ahora mucho más complejo y contradictorio que aquello.
También las tecnologías más avanzadas han abierto paso a un mundo menos jerarquizado y profesional, más confuso y caótico, en relación con la propagación sistematizada de informaciones y comentarios que aseguran las organizaciones de periodistas profesionales preparados para difundir noticias después de haberlas sometido a verificación suficiente. Y para cumplir con el papel fundamental, a renglón seguido, de comentar por qué se han producido los hechos de que se ha informado y qué puede sobrevenir en consecuencia, según sano criterio, para nuestros intereses y sentimientos.
Esa ha sido la labor de LA NACION en 150 años, con hitos estelares, como lo fue la decisión impulsada en 1957 por el subdirector Juan Santos Valmaggia, en quien reconozco al más deslumbrante de mis maestros, de que el diario publicara semanalmente comentarios económicos, políticos, gremiales, de vida religiosa, a cargo de periodistas especializados. Hoy, esto parece natural, pero hasta hace sesenta años los medios como LA NACION solo se abanicaban entre las crónicas, despojadas de contenidos subjetivos, y los editoriales, que expresan la opinión oficial de un diario si se tiene la valentía de hacerla pública.
En el siglo XIX, LA NACION quedó en silencio por cuatro clausuras. Estuvo cerrado cinco meses desde fines de septiembre de 1874 hasta marzo de 1875. Mitre había asumido como jefe de la revolución que alzó la bandera de la pureza del sufragio y cayó en La Verde, en los días finales de la presidencia de Sarmiento. Por la mayoría de seis votos contra dos, un consejo de guerra condenó a muerte al director del diario. Nicolás Avellaneda, sucesor de Sarmiento, conmutó la pena y se abrazó con Mitre en la política acuerdista de 1877. Fue un avenimiento precedido por otro conflicto, el de la segunda clausura, la de 1876, en momentos en que arreciaban nuevos vientos de fronda y Sarmiento apremiaba a gritos a que Avellaneda sancionara a la prensa opositora. Diez años más tarde, Mitre y Sarmiento se abrazaban por última vez, como en la juventud, al hacer causa en común por la candidatura presidencial de Manuel Ocampo, enfrentada a la del candidato oficialista, Miguel Juárez Celman, cuñado de Roca.
Juárez Celman fue, precisamente, quien clausuró LA NACION dos veces más, en julio de 1890. Lo dispuso en los prolegómenos de la revolución sofocada pero que lo derribó. El diario nunca rectificó la versión de haber sido vocero ideológico de esa revolución a pesar de que al estallar esta Mitre llevaba casi un año en Europa, un viaje del que prácticamente nada se sabe aún sobre lo que hizo.
La quinta y última clausura sufrida por LA NACION la ordenó el presidente Roca en 1901, entre los agitados debates sobre la unificación de la deuda pública. Hubo muertos y heridos por la represión en las calles de Buenos Aires. En el epicentro de la crisis se hallaban las negociaciones encargadas a Carlos Pellegrini en el exterior. Se truncaron al retirar Roca el proyecto de ley que había motivado la enardecida polémica callejera. Los opositores al gobierno habían temido, resumió LA NACION, que “con la cláusula sobre garantías y con la referente a los títulos sorteados y a los cupones vencidos, en el primer trance desgraciado [una crisis, una revuelta, conjeturó el diario] la ley de unificación diera motivo para la intervención efectiva sobre la riqueza nacional de las potencias acreedoras”.
En 1902, a un suspiro de aquel conflicto, la serie de editoriales de LA NACION atribuidos a José Luis Murature abonaron el camino para acordar con Chile los Pactos de Mayo. Salvaron a nuestros países de una guerra inminente. Tal era el prestigio de Murature que el presidente Victorino de la Plaza le confió a su turno la cartera de Relaciones Exteriores.
Esa plaza de editorialista de temas internacionales la ocupó, entre 1954 y 1955, un historiador eminente, José Luis Romero. Después de perdidas por la persecución política las funciones de docente en la Universidad Nacional de La Plata y en el Liceo Militar, y sin la posibilidad ya de viajar a Uruguay para impartir enseñanza en la Universidad de la República, pues por decoro se había negado a solicitar la autorización especial para cruzar el río impuesta en 1953 por el régimen de Perón, Romero halló un lugar en LA NACION. Interrumpiría sus colaboraciones con el diario en 1955, al caer Perón y asumir la intervención del rectorado de la Universidad de Buenos Aires.
Leandro Alem decía que la Unión Cívica Radical, que contribuyó a fundar en 1891, podría ser quebrada en la consecución de sus legítimos anhelos, pero nunca ser doblada. Menos dogmática, menos precipitada en la consideración de los procedimientos, LA NACION exploró, en cambio, la legitimidad de distintas alternativas en la lucha por afirmar la república que idealizaba. A veces, lo que preponderó en las decisiones editoriales fue la política de permanecer todo el tiempo posible junto a los lectores, confortándolos en su dignidad cívica.
Luis Mitre, director y nieto del fundador, fue encarcelado en la penitenciaría de Las Heras por la política editorial del diario durante la revolución de 1943. Eso sucedía en tanto Europa se calcinaba en la segunda gran guerra. En esta conflagración, como en la primera, la de 1914-1918, LA NACION estuvo resueltamente orientada en favor de la causa aliada, y crítica, en ambos casos, de la política de neutralidad del Estado argentino. George Clemenceau, David Lloyd George y Woodrow Wilson fueron retratados en nuestras páginas a menudo como héroes de la causa por la libertad. Esa misma causa sería encarnada más de veinte años después, en opinión constante del diario, por Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y el general Charles De Gaulle, con cuyo espíritu, sumado al de Harry Truman, se cristalizaría el sistema general de valores destinados a preservar la paz mundial que dio nacimiento a la Organización de las Naciones Unidas. En uno de los extraños intervalos que abre la historia entre visiones y sentimientos absolutamente antagónicos, LA NACION reconoció por igual, en aquel tiempo, la pugnacidad con la cual Stalin había logrado abatir a los ejércitos invasores de la Alemania hitleriana. Tampoco vaciló el diario en acreditar a Stalin un papel decisivo en la preparación de la nación en armas y en retemplar el bravío espíritu ruso en la defensa de la tierra en común, aun a costa del mayor número de bajas habidos en la descomunal contienda.
Dos directores soportaron prisión por la energía argumental del diario; y, sin embargo, la línea editorial debió atenerse, en ciertas circunstancias entre otras igualmente arduas, a la ductilidad de la cual LA NACION rindió cuentas en los términos que siguen. Al celebrar los 75 años confió, arrebujándose en un barroquismo melancólico todavía validado por las convenciones de la época, que había renunciado en algunas ocasiones a la alta enhestadura en que hubiera querido colocar de mo-do invariable la prédica editorial. Que lo había hecho así para proteger la llama del ideario, “inclinando sobre él, a manera de broquel, el propio espíritu, tal como el junco se dobla ante la violencia de la corriente para no dejar de ser, en la humildad de su destino, lo que el Creador quiso que fuera”. Oración de otro tiempo, desde luego, pero autocrítica inusual en el periodismo y la política.
El último de los biógrafos de Mitre, el académico Eduardo Míguez, dice que a lo largo de su carrera aquel concibió la virtud republicana como base de la libertad. La libertad, digamos, en su más rotunda complexión: libertad de expresión y de derecho a una prensa libre, libertad de comercio, de trabajo, de tránsito, de propiedad y libertad para la formación de la personalidad humana en ejercicio de derechos individuales y familiares, y de consuno con las responsabilidades colectivas previstas por la Constitución Nacional. En suma, Mitre inspiró una política editorial opuesta a las discriminaciones y abiertamente partidaria de la igualdad plena entre argentinos y extranjeros, como lo quiere el artículo 20 de la Constitución de 1853/60.
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* Fragmento de un artículo publicado en la edición especial de La Nación del 8 de diciembre pasado. José Claudio Escribano fue subdirector del diario durante 30 años.