El viernes pasado, de repente, el gobernador de Tokio, Yuriko Koike, ordenó bloquear el acceso al “hanami”. Tokio era una ciudad distinta antes de que el martes se anunciara el aplazamiento definitivo de los Juegos Olímpicos. El gran acontecimiento deportivo de 2020, como era lógico, terminó cayendo también víctima del coronavirus. Es cierto, ya habían cerrado escuelas y cancelado eventos, pero nada impedía que miles y miles pasearan el último fin de semana por los parques para ver el florecimiento de los cerezos, el hanami, una tradición milenaria. Me interesé días atrás por el hanami en un artículo para el diario La Nación porque me pareció que graficaba muy bien cómo estaba viviendo Japón el coronavirus. Poder contar que Japón, pese a la cercanía con China, vivía la pandemia casi como algo ajeno, con relativamente pocos casos y con la ciudad funcionando con bastante normalidad, recibiendo vuelos y sin restricciones severas. Claro, así parecía entendible que hasta una semana atrás Tokio insistiera en que los Juegos debían mantener su fecha de inicio del 24 de julio, arrastrando al propio Thomas Bach, presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), ambos ya al borde del ridículo de tan a contramano del mundo que iban.
Fue la presión de atletas y de Federaciones de países poderosos la que terminó derrumbando tanta dureza. Bach había pedido el domingo pasado un mes de plazo para decidir. La tontera duró dos días. El martes terminó anunciando el aplazamiento. Y, a partir de allí, fue como si se hubiese corrido un telón (el telón olímpico) y entonces Tokio comenzara a mostrar un lado B, el lado coronavirus. Los números de contagios en Tokio comenzaron a triplicarse día tras día. Ayer sábado se alcanzó un récord de 63 nuevos casos. El martes, a las pocas horas del aplazamiento, el gobierno informó que ciudadanos de 21 países no podían ingresar a Japón (esa prohibición era imposible de sostener con Tokio como sede olímpica). El gobierno de Tokio advirtió además que evaluaba imponer bloqueos si los ciudadanos no aceptaban las indicaciones. Y, como dije al inicio de este artículo, el viernes prohibió el ritual del Hanami. Los ciudadanos no pudieron ir este fin de semana a los parques a ver el florecimiento de los cerezos. “No hay fiestas”, decían los letreros que fueron instalados en los parques.
Cuentan que uno de los debates más fuertes que tuvieron los organizadores de los Juegos antes de anunciar la suspensión fue provocado por la presión de los patrocinadores locales. Protestaban porque toda una campaña, y su inversión, quedaba hecha polvo. Pidieron garantías. La cadena de TV de Estados Unidos NBC, principal aportante olímpico, aceptó el aplazamiento, pero también pidió que la nueva fecha no fuera más allá de un año. Los rumores indican que marzo-abril suena ahora como fecha más probable. No chocar ante todo con la atención que genera el fútbol (Eurocopa y Copa América de junio-julio) y tampoco con el calendario más intenso de las Ligas de Estados Unidos (la NBA sería la más afectada, difícilmente habrá Dream Team en Tokio).
Explosión de contagios
La ciudad sede de los Juegos admite ahora que teme una explosión de contagios, especialmente por parte de jóvenes asintomáticos. Por eso cerró también zoológicos, acuarios y otras atracciones. Muchos se lanzaron a los supermercados y tiendas para aprovisionarse, porque el gobierno pidió también circulación mínima hasta el 12 de abril (suena contradictorio, en este contexto, el anuncio de que en pocos días reabrirán las escuelas). El primer ministro Shinzo Abe, el mismo que hasta una semana atrás mantenía su decisión de realizar unos Juegos “perfectos”, y en la fecha prevista, debió aclarar en estas horas que el gobierno no prevé declarar por ahora el estado de emergencia. Koike, el gobernador de Tokio, también decía hasta hace días que en 2020 habría Juegos en tiempo y forma. Es el mismo que ahora prohibió ir a los parques. “Las flores de cerezo -dijo Koike el viernes a sus ciudadanos- seguramente florecerán el próximo año”.