LA GACETA Literaria

Historias de bebedores en tiempos de desconcierto

Esta no es una apología de la bebida, sino una forma de revisar cómo el alcohol humectó gran parte de la mejor narrativa del Siglo XX. Para el encierro, nada como una buena dosis de lectura. Bukowski, Roth, Castillo, Hemingway, Thomas.
19 Abr 2020
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Por Hernán Carbonel

PARA LA GACETA - SALTO

Niños aburridos, abuso de tecnología, alteraciones en el sueño, inusuales conflictos familiares, radicalización de ciertas patologías, impaciencia generalizada, zozobra económica. Esas y otras problemáticas arrastra el aislamiento social, preventivo y obligatorio como medida fundamental para contrarrestar el contagio masivo del Coronavirus. A ellas se le podría sumar, por qué no, el aumento de consumo de bebidas alcohólicas.

Hubieron grandes marcas registradas de la literatura del Siglo XX (Poe sería el máximo exponente del Siglo XIX) que hicieron literatura de su hábito, volviendo carne aquella máxima de William Blake: “El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría”.

“No debería seguir tomando”, comienza El que tiene sed, del imperecedero Abelardo Castillo, tan imperecedero como su Esteban Espósito, el hombre que, como tantos, busca “el secreto de la vida”. Novela que llevó a Castillo de regreso a la escritura, versión ficcionalizada de una adicción que se prolongó durante años (hasta que la abandonara definitivamente en 1974), quienes lo conocieron cuentan que sus dosis excesivas no eran diarias, sino que le bastaba comenzar episódicamente para no dar con el freno. Escribió Juan Forn: “dipsómano en griego significa el que tiene sed (...), yo creo que este libro es el mejor retrato del alcoholismo que ha dado la literatura argentina”.

Chinasky y Kartak

¿Hace falta hablar de Henry Chinasky, el alter ego de Charles Bukowski? El hombre que pudo romper el maniqueísmo y hacer del beber y el escribir una misma cosa; el que se iba a dormir entre botellas de vino de blanco y amanecía entre latas de cerveza; el que se agarraba a trompadas en cualquier bar, el que se aburría horrores o penaba de amor o tiraba cosas por la ventana o martillaba la máquina de escribir con un furioso desgarro o conducía su viejo auto mientras en el estéreo sonaban Beethoven, Bach, Handel, Haydn, Mozart; el que visitaba o era visitado por amigos o desconocidos que parecía salidos de un festival de curiosidades; el que escribió el más sucio de los realismos sucios, el que miró al American Way of Life con cara de perro. Vean los títulos de sus libros, lean las anécdotas que sobre él escribió Jorge Herralde, el fundador de Anagrama, hurguen en su biografía y verán por qué hace falta hablar de él.

O de Joseph Roth, judío nacido en el Imperio austrohúngaro, fallecido de cirrosis a los 45 años en un hotel de París, antes de que entraran los nazis. Dijo él: “no hay manera de evitar el fondo de una botella”. Y dijo su amigo y biógrafo Soma Morgenstern: “No puedo dejar de pensar que el alcohol era su destino para lo bueno y para lo malo”. Y dijo Carlos Barral en el prólogo de La leyenda del santo bebedor, su gran obra, testamento dipsómano por excelencia, publicado apenas meses después de su muerte: “narración admirable, escrita en un estilo trémulo que no daña la sencillez”, “de cómo el vino transforma el mundo”, “se interpone, consume los dineros y los multiplica en una aventura”.

Los santos de la copa

Realista puro, mentor de la teoría del iceberg, Premio Nobel por esa breve y bella y melancólica novela que es El viejo y el mar, tercer norteamericano en este exiguo listado, Hemingway vivió su literatura en paralelo a un mundo de acción: caza, pesca, safaris, corridas de toros, crónicas de guerra, mudanzas continuas.

Conspicuo bebedor en su propio hogar, gustaba darle al trago también en bares varios. De allí, una de sus famosas frases tras su paso por Cuba, donde residió en la ya mítica Finca Vigía, a quince kilómetros de La Habana: “Mi mojito en La Bodeguita, mi daiquirí en El Floridita”. Quien haya estado en la capital de La Isla sabrá de qué hablaba “Papá Hem”.

Pero quizás la verdadera leyenda literaria de un santo bebedor sea la del poeta, cuentista y dramaturgo británico Dylan Thomas, de quien Bob Dylan tomó parte de su nombre artístico. Dicen que sus últimas palabras fueron “he bebido 18 vasos de whisky, creo que es todo un récord”. Leyenda o no, es un réquiem maravilloso.

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Hernán Carbonel – Periodista, escritor y librero.

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