¿Y si la Premier League terminara resolviendo todo “a la holandesa” y entonces Liverpool se queda sin título y el Leeds de Marcelo Bielsa sin ascenso? La decisión que tomó en los últimos días la Federación holandesa (KNVB) de anular la temporada (ascensos y descensos incluídos) porque el gobierno prohibió espectáculos públicos hasta el 1 de septiembre provocó fuertes debates. No tanto acaso porque el Ajax o el más modesto AZ Alkmaar (colíderes a nueve fechas del final) perdieron la posibilidad de título, sino especialmente porque la decisión definió de modo precipitado qué equipos se clasificaron a las copas europeas, la verdadera mina de oro en la economía de los clubes que no tienen el poder de un Real Madrid o de un Manchester City.
La anulación holandesa se conoció el viernes simultáneamente con el anuncio de que Corea del Sur se sumará a Bielorrusia y Nicaragua y mantendrá fútbol en medio de la pandemia. Y también con la certeza de que en Argentina seguiremos sin tener fútbol hasta dentro de un buen tiempo, sin polémicas (porque Boca ya se había coronado campeón), pero sí con un golpe, inevitable, que jaquea cada vez más la economía de los clubes.
En las ligas top del fútbol mundial, Alemania es la que más seriamente está planificando su retorno a la acción. No es casual si se advierte de qué modo afrontó el coronavirus el país de Angela Merkel. El anuncio inicial de reinicio para el 9 de mayo, eso sí, quedó anulado porque el fútbol lo hizo de modo arrogante y dio la fecha como un hecho, lo que provocó irritación en el país en otros sectores sociales que en cambio siguen todavía paralizados por las restricciones.
Autoridades del fútbol, combinadas con gobiernos regionales y prensa amiga dieron como un hecho la fecha del 9 de mayo. Las críticas fueron tantas que a la Federación no le quedó más remedio que dar marcha atrás y decir que será el gobierno nacional el que dará la autorización final, mucho más allá de que la pelota, efectivamente, aclaró que tiene todo listo para volver en esa fecha. Se filtró sin embargo un informe médico que exigía demasiadas restricciones. Tantas que el fútbol se terminaba pareciendo al infantil juego de la mancha. Cuando sea, acaso en la tercera o cuarta semana de mayo, está claro, eso sí, que el fútbol volverá en la Bundesliga pero sin público. Alemania, en rigor, no prevé asistencias masivas hasta octubre.
El protocolo de dieciocho puntos elaborado por la Federación establece asistencia máxima en los estadios de 322 personas (entre jugadores, técnicos, árbitros, periodistas, seguridad y cuerpo médico). Y otros detalles supuestamente menores, como el de apretar los botones de los ascensores de los estadios con los codos y no con los dedos. La Federación debió aclarar que los testeos masivos a los jugadores de ningún modo dejarán sin esa tarea preventiva al resto de la población alemana y no significarán privilegio alguno (el país calcula que pronto habrá cuatro millones de testeos semanales). La Federación sí admitió que la rapidez por volver tiene motivos económicos. Más de un crítico se preguntó hasta qué punto el proclamado orden del fútbol alemán es cierto si ya numerosos clubes (al menos cuatro de Primera y casi todos los de Segunda) están cerca de la quiebra. “¿Sólo seis semanas sin jugar y ya este desastre?”, se preguntó un columnista.
Los clubes han rogado a sus abonados que no exijan devoluciones y les ofrecen a cambio camisetas firmadas por las estrellas. Una agrupación de hinchas consideró que la vuelta “es un insulto a la sociedad y en particular a aquellos que luchan contra la covid-19 a diario”.
Es cierto, Merkel no es como Donald Trump (tan ridículo que hasta sugirió que inyecciones desinfectantes vencerán a la pandemia). Y Alemania, aún ya acercándose a las 6.000 muertes, está lejos de las más de 50.000 de Estados Unidos. Son cifras, todas, tremendas, pero ya casi naturalizadas, incorporadas como si nada al boletín diario del espanto. Pese a la cercanía dolorosa que tenemos con el Brasil que lidera Jair Bolsonaro, y aún concientes de que nuestros números crecerán, aquí, afortunadamente, seguimos todavía lejos de esas cifras. Y con la sensación de que se privilegia la vida. Porque no son cifras. Son personas que mueren.