Una voz está evaporando ecos de antiguas historias en el País de las Manzanas. Cuando Fütachao, el Padre Grande, escucha el canto, le salpican en los dedos sentimientos y paisajes de un pueblo que no quiere abandonar su memoria. “¡Tierra de lapinilken! Está cayendo poco granizo grueso y en las lagunas secas se derrite. Así sucede con nosotros dos, hermana. Si fuésemos sal, si fuésemos un puñado puesto en agua hirviente, nos derretiríamos. Si fuésemos azúcar y nos echáramos en agua caliente, nos derretiríamos, hermana...”, dice. El kultrún puebla el viento de retumbos. Los árboles se erizan sacudiendo ancestros que hablan en mapudungun.
1943. Ingeniero Huergo (Río Negro), 23 de agosto. Sangre tehuelche y mapuche amasa el corazón de una changuita. La anotan como Olga Elisa: los nombres indígenas están censurados por los otros argentinos. La madre abandona al padre y a sus hijos. El Instituto Unzué, un orfanato de Mar del Plata, a cargo de monjas, recibe sus tres años. El océano traga su mirada, pero no su alma. Bebe una cultura, pero debajo de su piel late la gente de la tierra (“mapu”: tierra; “che”: gente). Tormentas de conflictos buscan la identidad, se trenzan en su interior.
En el espejo espiritual
El canto gregoriano le riega la sensibilidad. Un abogado y dramaturgo, emocionado por su voz, la adopta. Estudia guitarra con Roberto Lara y canto con Blanca Peralta y Nina Kabanciwa. “La clave fue la adolescencia. Uno no sabe qué es lo que quiere. Llegué a pensar que yo era la complicada porque no funcionaba en relación con los demás. Un día me miré al espejo espiritual por primera vez. Miré hacia dentro de mí... Adoptar una personalidad que no es la de una, es muy malo. Gracias a mi tutor, leí en El Quijote esa frase tan hermosa (‘yo sé quién soy’) y se me aclaró todo”, dice.
Durante cinco años entrega su voz al Coro Polifónico Nacional. “En un encuentro internacional, cada uno de los países brindaba una pieza representativa de su Nación. Nosotros nos despedimos con una obra de Beethoven. Me pregunté por qué podíamos cantar en ruso, alemán u otros idiomas y no en mapuche, que era nuestro. Ahí comencé mi actividad. No fue fácil de hacer ese canto que me atreví a dar”, cuenta. Un Ángel se cruza en su camino: es casado; lo deja ir. Años después la vida los reencontrará.
Tataranieto del cacique Painé, Segundo es su padre. Le revela secretos a su hija. Es una calandria mapuche. “Mi padre dice que yo he nacido para el canto, para no estar en silencio como el resto de mi gente. Tal vez me encapriché al descubrir algo que estaba tan profundamente oculto. Canto en mapuche por una cuestión de identidad y para mi propia gente. Nuestra cultura fue oral; entonces, se pierde”, explica.
Bucea en los relatos de las abuelas; camina por Maquinchao, Trenque Lauquen, Neuquén, Río Negro, Chubut, Azul, Los Toldos, Santa Cruz y despierta a sus hermanos que han perdido el destino. “Una vez, en una escuela, los niños mapuches me preguntaron cuál era el tipo de libertad que les podía aconsejar. Les dije que hay una sola libertad: la educación y la cultura, que en nuestra lengua se llama ‘kimë lkán’. Ambas no pueden estar separadas”, dice.
Como un árbol
Abre su voz hacia el país. El trompe, el kultrún, los cascahuillas, compañeros de viaje. La mano tendida de la psicóloga social Josefina Racedo y su naciente Cerpacu la arrima dos veces a Tucumán a mediados de los 80; deja un recuerdo difícil de olvidar. Sigue luego por Salta y Jujuy llevando el canto, la historia de su pueblo por escuelas, plazas y auditorios.
“Toda nación y su cultura es como un árbol que tiene raíces, tronco, ramas. Si a estas raíces se las secciona, el resto se perderá. Debemos rescatar las raíces que han sido sometidas a un proceso de devastación, donde se silencia la presencia del hombre americano. Los mapuches cantamos para saber quiénes somos. Respetar nuestra cultura es crecer con dignidad hacia todos los pueblos del mundo”, reflexiona.
Su piuqué (corazón) se moja en el amor del País de las Manzanas. “Palpé la libertad y la misión de lucha que entraña la libertad, saber de la cultura de su pueblo es saber de uno mismo”, afirman.
1987. Sus pasos viajan al Paraguay. Su sonrisa apenas llega a los 44 años. Algún amor esconde en el aleteo de sus pestañas. En sus gestos dibuja un manantial de afectos y pudor: “El cuerpo duerme o se muere y el ‘püllu’ (alma) vuelve en algún pariente del muerto. Nuestras almas pueden cambiar, pero no apagarse porque todos somos una sola alma”.
Asunción, 10 de septiembre. Tras un recital, un aneurisma comienza a ahogarle el canto y detiene bruscamente el piuqué de Aimé Painé, que ha comenzado a arroparse con el abrazo eterno de Fütachao.