Miran al cielo y se preguntan si en algún lugar estará su amiga, Andi, la Andi, asesinada ayer mientras visitaba a su novio, preso en el penal de Villa Las Rosas.
Con la vista fija en las nubes se preguntan, ahora, si lloverá.
Son las cinco de la tarde, es la hora del entierro. Por whatssap les llega un mensaje en el que les dicen que los restos de su amiga serán depositados en el cementerio San Antonio de Padua. Las chicas, agarran sus bicicletas y parten hacia el lugar.
El ruido de las calles, el tránsito caótico y los bocinazos no las sacan de su estupor. La mataron. “Aún no lo creo”, comentan entre ellas.
Al llegar a la necrópolis, el silencio es absoluto. Una señora les ofrece ramos de flores a los gritos, y ahí caen. Andi ya no está, el Chirete la mató.
Varios metros recorrieron pedaleando hasta llegar al pasillo sombrío y lleno de nichos amontonados.
En el pasillo 11 hay cuatro mujeres y un hombre, a la espera de la llegada del cortejo fúnebre.
Las dos amigas dejan sus bicicletas apoyadas en una pared y se sientan; de fondo, aves cantando y el ruido de la hormigonera municipal rompen el silencio.
A pocos metros una mujer enciende un cigarrillo y comenta: “Ya mató a dos, ahora quiere matar otra más”.
De a poco el lugar se empieza a poblar. Una caravana de mujeres en moto llega y se suma a las decenas de personas que ya esperan. Hasta que el coche fúnebre dobla por una de las callecitas del cementerio, secundado por varias motos, dos colectivos, remises y autos. Otro grupo se acerca caminando lentamente.
“No la vamos a sacar hasta que no lleguen todos”, se escucha decir a un familiar.
Aunque son más las mujeres que fueron a despedir los restos de Andrea Neri, son seis hombres los que bajan el cajón del vehículo para trasladar el cuerpo al nicho.
Un hombre con voz potente inicia una oración, luego de la señal de la cruz.
Ahí estalla un llanto, un grito, que se funde en un abrazo. Una mujer no aguanta el dolor de la pérdida, la bronca que le genera el final que padeció Andi.
Una fila se arma de manera espontánea para entrar, tocar el cajón y ver el lugar donde quedará el cuerpo. Se escuchan gritos que estaban atragantados, golpes al cajón y la pregunta que atraviesa a muchos de los presentes: “¿por qué?”
Los familiares se buscan entre ellos para abrazarse, para darse consuelo y hacer que el dolor se parta en pedazos.
De a poco la muchedumbre se transforma en unas cuantas personas. Al rato ya no hay nadie.
Las dos amigas toman sus bicicletas, las acercan hacia el nicho y, ya tranquilas, se despiden de la Andi.