Con una prosa transida por una fuerte carga poética, Cristina Siscar presenta El río invisible. El aprendizaje, la lectura, las relaciones con los padres y la dictadura son algunos de los temas de esta novela, de Paradiso Ediciones.
El río invisible fue la excusa para dialogar con una eximia escritora, que se mueve como pez en el agua – o pez en el río- por los distintos géneros.
-¿Cómo empezaste a escribir?
-Hay una prehistoria, porque la creación oral precedió a la escritura, allá, en la lejana infancia, entre los cinco y los ocho años de edad. Cuando me dejaban sola en el jardín (que era lo que más deseaba), inventaba cuentos y se los contaba en voz alta a las plantas. Curiosamente, este jardín estaba en la calle Homero, pero, claro, en ese tiempo yo no tenía la más remota idea de lo que significaba ese nombre. Después, se me dio por inventar novelas y corregirlas mentalmente, según las reacciones de mi hermanita, a quien le iba contando capítulo por capítulo cada tarde, a la hora de la siesta. Empecé a escribir poesía en la adolescencia, y ya lo hacía con cierto rigor lingüístico y conciencia literaria, digamos. Leía mucho y sabía de memoria poemas de Alfonsina Storni, Pablo Neruda, García Lorca, González Tuñón, “Labios tristes” de Mario Trejo. A los dieciséis años gané un concurso interescolar por el análisis de la poética de Alfonsina, que era el tema que yo había elegido.
-Hiciste el profesorado en letras. ¿La carrera te ayudó como escritora?
- Sí, sobre todo como lectora, condición indispensable para ser escritora. Me dio un mapa para transitar las diversas literaturas europeas, las americanas y la argentina, lo que me permitía detenerme después, sin demasiados rodeos, en los sitios que más me interesaban. Me dio herramientas para descubrir, comprender y saborear la riqueza de un texto, más allá del gusto personal. Nos pasamos un semestre analizando, por ejemplo, los cuentos de Bestiario de Cortázar. O sea, cómo un escritor fabrica un mundo con palabras. ¡Fascinante! Además de abrirme el abanico de preguntas y debates acerca de las diferentes maneras de concebir la literatura, cuestiones que subyacen en el trabajo de todo escritor.
-Empezaste a escribir poesía y ganaste, siendo muy joven, un premio de poesía. ¿Cómo fue el paso a los otros géneros? Pregunto, porque también sos autora de cuentos, novelas y ensayos.
-Empezar a escribir cuentos fue como retomar los deseos de narrar de la infancia, pero después de haber pasado por la escuela exigente de la poesía, que me había enseñado el trabajo artesanal con las palabras, la intensidad que podía alcanzar el lenguaje mediante la eliminación de lo superfluo, el ritmo, la condensación metafórica. Coincidió con un momento de apertura hacia el mundo, de observación de los otros y el descubrimiento de algunos cuentos, como “Tantalia” de Macedonio Fernández, tan ajeno a cualquier fórmula consabida, iluminador. A la novela llegué más tarde, después de varios libros de cuentos, sin proponérmelo. Ocurre que a veces la imagen que me ronda con insistencia, cuando empienzo a indagarla y a tirar del hilo, me pide más espacio, más tiempo, el desarrollo necesario para que esa narración pueda dejar al final en el lector la imagen que le dio origen. La novela es el género de la libertad, pero una libertad que va encontrando en cada obra sus propias leyes, al mismo tiempo que exige una gran disponibilidad para los hallazgos que surgen en el camino. El ensayo responde a la necesidad y el placer de organizar en un relato las ideas y notas de lectura que acompañaron o alimentaron la creación de los otros textos. Y esto sí me parece que es un producto de la madurez.
-En tu última novela, El río invisible, la dictadura es un tema que aparece de manera sutil. ¿Lo hiciste pensando en cómo viviría una niña en esa situación?
-Dos primas se encuentran después de mucho tiempo, cuando ya son adultas, y la conversación que mantienen durante una noche, entre silencios y sobreentendidos, disparan en Jimena, la narradora, los recuerdos que se había empeñado en borrar. En ese retorno casi vertiginoso a los comienzos de su adolescencia, todo lo vivido en la casa de sus tíos, a orillas del río, en los años 70, se vuelve presente, un presente vívido. De modo que ella narra esa experiencia de iniciación en todos los aspectos con la mirada y las sensaciones de aquella niña que fue. Una niña de catorce años, que venía de un orfanato y percibe como una extranjera lo que ocurre alrededor. Y sí, por supuesto, me interesaba adentrarme en ese punto de vista, descubrir junto con el personaje cómo lo público, lo político, casi sin que ella se diera cuenta, penetraba en la intimidad y marcaba un destino.
-El río tiene una fuerza de destrucción tremenda. ¿En ese sentido funciona como la dictadura militar?
-El río, con las crecientes y las inundaciones, es uno de los factores que contribuyen a la destrucción de un barrio, una casa, una familia… A la pérdida de lo que en un primer momento parecía un pequeño edén, el hogar ansiado por Jimena. Pero el río es también la invitación a la aventura, cuando lo atraviesan en un bote hasta una isla, y el miedo a la sudestada, y esa mezcla de sensualidad y tragedia, cuando las chicas se sumergen desnudas en el agua y se topan con un cadáver flotando y luego con otros cuerpos en la playa, evidencias del plan macabro que ellas ignoran todavía El río, con su lisura marrón, oculta lo que Jimena cree ver por debajo de la superficie, pero también trae a la luz del día lo que se ha intentado ocultar, funcionando al mismo tiempo como una analogía de los secretos y lo callado en la familia. Y ahí está, además, su anchura ilimitada, para imaginar que hay algo más allá. El espacio –como el río en este caso- nunca es telón de fondo, ya aparece con claridad en la primera imagen que me permite vislumbrar un cuento o una novela, y tiene un papel determinante en la historia, el conflicto y la transformación de los personajes, con los que interactúa, casi como un personaje más.
-El personaje de Jimena no lee libros, pero lee gestos, lee expresiones, lee los elementos que encuentra en la casa. ¿Cómo pasa esta lectora a narradora de la historia?
Jimena-adolescente espiaba la vida en la casa, los movimientos de la familia y las visitas desde el árbol al que se trepaba, desde la terraza, a través de la claraboya, y veía gestos truncos, escenas parciales, oía frases sueltas… Incluso cuando va a la casa de unos vecinos, donde se respira un aire de libertad y creación artística, observa todo desde un costado, desde el margen o a escondidas. También nos enteramos de que en el presente de su vida adulta, en la ciudad extranjera donde vive, conserva el hábito de espiar por las ventanas el interior de las viviendas, y que anota lo que ve, lo que imagina y lo que oye. Ella narra de esta manera, según esa mirada lateral, de espía, sus recuerdos del pasado, interpolando a veces las reflexiones o significados que aporta su mirada actual no tanto sobre los hechos, sino más bien sobre su experiencia de los hechos, que es la materia de que se nutre la literatura. Ocurre entonces que esta narradora se asemeja a la lectora o al lector de una novela, quien, con las palabras escritas y lo que ellas le evocan más lo que imagina, va construyendo ese mundo posible e introduciéndose poco a poco en él.
-El personaje de Teresa, la co-protagonista, es primero lectora y luego escritora. Ha escrito una novela. ¿Cómo te imaginás qué sería Teresa como escritora? ¿Qué tipo de novela escribiría?
¡Qué pregunta! No puedo responderla como autora, porque sólo sé lo que escribí. O sea que, para responderte, debería escribir otra novela, o bien, ponerme en el lugar de una lectora y apelar a esa imaginación a la que me referí antes. Es decir, hacer precisamente el camino inverso al que hizo Teresa Conti (un homenaje a Haroldo, por supuesto). Pero, veamos, ¿qué sabemos de ella? Ya a los quince años leía todo el tiempo cuanto libro conseguía prestado, y también leía con mayor lucidez y comprensión que Jimena los acontecimientos y las conductas de quienes la rodeaban. Rema una noche hasta perderse de vista en el río, lleva a sus hermanitos y a Jimena a una isla y la incita a bañarse desnuda, además de conducirla indirectamente a la iniciación erótica. Y, aunque dice que leía tanto para despegarse del suelo y porque la casa le quedaba chica, escribe una novela titulada La casa y le regala a Jimena una esfera de vidrio que contiene una casita en miniatura, lo que la devuelve a aquellos años en la casa compartida, que pretendía olvidar. Esto parece ser, por otra parte, lo que Teresa se propone, de manera irónica o frontal, en este encuentro de una noche con su prima, durante el cual se sacan los trapitos al sol y van completando una historia con silencios, nuevos secretos y sorpresas. ¿Qué tipo de novela escribiría esta mujer provocadora, que lleva la memoria grabada en su cara, en la forma de una cicatriz?
-La imagen de la avioneta en construcción dentro de un patio del que no va a salir es una imagen muy fuerte. ¿Cómo trabajás con lo visual en los textos?
“Todos queríamos volar”, dice Teresa hacia al final, al despedirse de Jimena. Ella trataba de despegarse de lo cotidiano leyendo; su hermanita se fabricaba alas de ángel; Jimena, además de volar en sueños y con la imaginación, vivía encaramada a un árbol, entre los pájaros, etcétera. Esa avioneta que construye Vicente en el fondo de la casa, durante sus horas libres y todos los fines de semana, es la imagen concreta que condensa los sueños de todos. Y su imposibilidad. Puede que en esto radique su fuerza: el poder de una utopía capaz de dar un sentido a la vida. Creo que lo visual tiene mucha importancia en la narrativa y, desde luego, en la poesía; es lo que le da carnadura a un texto y convoca a los otros sentidos, al tacto, el oído, incluso a veces al olfato y el gusto. El trabajo consiste en encontrar imágenes lo suficientemente elocuentes como para sugerir una serie de reflexiones, conceptos o explicaciones, sin necesidad de enunciarlos, y así evitar la pesantez de la narración. En algunos casos se trata de rescatar imágenes arquetípicas, esas que duermen en el fondo de nosotros. La pintura y el cine han sido y siguen siendo para mí una fuente de aprendizaje en relación con el tratamiento visual y los procedimientos narrativos. Cuando empezaba a escribir, seguí los cursos de fotografía en el Fotoclub Buenos Aires y tenía mi propio laboratorio, y hace poco asistí a un curso de cine documental.
-Cinco libros que recomiendes leer.
El desierto de los tártaros de Dino Buzzati; Glosa de Juan José Saer; los cuentos de Katherine Mansfield en cualquiera de sus compilaciones (por ejemplo, En la bahía, de editorial Losada o La chica cansada y otros cuentos, publicado por el CEAL); La experiencia narrativa de Alberto Giordano y Mirar de John Berger.
Una yapa, para ver: la película Nostalgia de la luz de Patricio Guzmán.